La abuela Victoria siempre me decía que no dejase escapar ningún tren: “No importa si tienes más o menos éxito al final de tu vida, lo que realmente querrás saber es cuántos trenes cogiste y cuántos dejaste escapar porque ningún triunfo podrá aportarte la satisfacción de ser valiente”. Entonces no sabía muy bien de qué me estaba hablando pero años más tarde comprendí su consejo y creo que no pudo darme otro mejor.
Era la primavera 1991 y el invierno se resistía a marcharse por completo. El sol brillaba con fuerza, aunque a mí me parecía un día de lo más nebuloso, todavía el frío cortaba al respirar y todo en conjunto se convertía, sin Samuel, en la segunda guerra de los cien días. Indignada, no entendía cómo diablos habían conseguido arrastrarme a una estación de esquí si siempre lo había odiado.
Quizás era el momento de coger el tren al que se refería la abuela; no sabía si eran intenciones fugitivas solo por el consentimiento de no estar en un lugar en el que no me apetecía, o todo eso iba más allá de maniobras de escapismo. Me sentía reprimida, como Ariadna reclusa en el laberinto de Creta en lugar de Julia Rivera y no por practicar un deporte en el que resultaba más torpe que un pato, si no por no tener la determinación de buscar mí libertad, al lado de Samuel, por supuesto.